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Nombre | Hope |
Apellido | Larson |
Edad | 21 años |
Cumpleaños | 3 de Abril |
Género | Futanari |
Nacionalidad | Británica |
Ocupación | Tatuadora |
Altura | 172 cm |
Peso | 55 kg |
Polla | 33.5 cm |
Historia
Hope Larson nació en un hogar donde la calidez apenas sobrevivía. Su madre, una mujer amorosa y firme, fue su único refugio en los primeros años de vida. Pero ese refugio desapareció temprano: a los seis años, Hope la vio consumirse lentamente por el cáncer, una muerte lenta que impregnó cada rincón de la casa de miedo, impotencia y llanto. Cuando su madre falleció, fue como si el alma de la casa muriera con ella.
Su padre, antes un hombre atento y protector, se quebró irreversiblemente. Lo que comenzó como una tristeza melancólica se transformó en adicción. El alcohol se convirtió en su único compañero fiel, y con el tiempo, en su verdugo. Perdió el trabajo, la rutina, el sentido. La casa se volvió un desorden permanente de botellas vacías, colillas apagadas y habitaciones en penumbra. Pero lo que más afectó a Hope fue el abismo emocional: su padre dejó de hablarle, dejó de verla. Solo quedaban miradas furtivas, cargadas de desprecio y derrota.
Durante años, Hope convivió con ese silencio tenso. Con cada año que pasaba, con cada centímetro que su cuerpo crecía y se definía, su padre la miraba con más resentimiento. No era solo duelo: era repulsión. Esperaba un hijo varón, un legado. En cambio, había recibido a una hija con curvas suaves, voz delicada… y un sexo que desafiaba su concepto de normalidad. No podía comprenderlo, mucho menos aceptarlo. Hope se convirtió en la viva imagen de todo lo que él había perdido y todo lo que no podía controlar.
El único salvavidas que tuvo durante su adolescencia fue su tía Elizabeth, la hermana mayor de su madre, que desde Estados Unidos enviaba dinero mensualmente. Nunca se comunicaban directamente, pero Hope sabía que era su salvación silenciosa. Gracias a ella había comida, algo de ropa y una mínima esperanza de que alguien, en algún lugar, aún se preocupara.
Hope creció sola, marcada por una infancia sin afecto y una adolescencia sin identidad. No encajaba en la escuela. Era callada, introspectiva, siempre escondiendo su cuerpo bajo ropa holgada. Odiaba su reflejo, no por vergüenza de ser futanari, sino porque no sabía quién se suponía que debía ser. No era una chica común, ni un chico oculto. Era Hope. Y eso no bastaba para nadie, ni siquiera para ella misma.
A los 18, en un intento de recuperar el control de algo —lo que fuera—, decidió tatuarse. No tenía una idea clara de qué marcarse en la piel; solo sabía que necesitaba sentir que su cuerpo era suyo. En el estudio de tatuajes encontró lo inesperado: seguridad, libertad, y a Kate. La artista que la atendió era una mujer curtida, con más tinta que piel virgen, mirada aguda y una confianza que se le impregnó a Hope como perfume nuevo. Fascinada, Hope comenzó a frecuentar el estudio, primero como clienta, luego como aprendiz.
Los años en el estudio fueron los únicos verdaderamente luminosos de su vida. Bajo la tutela de Kate, aprendió a tatuar, a moverse en un ambiente alternativo, a expresarse con la aguja lo que no podía decir con palabras. Desarrolló habilidad, creatividad y, sin darse cuenta, amor. Kate era su maestra, su modelo, su fantasía. Pero Hope nunca se atrevió a confesarle sus sentimientos. Y cuando por fin estuvo lista para hacerlo, Kate desapareció. Se había mudado al norte sin dejar rastro, sin despedirse. Un corte limpio, brutal.
Hope cayó en picado. Se encerró durante semanas, incapaz de tatuar, de salir, de hablar. Consideró beber, seguir los pasos de su padre, perderse en el mismo pozo. Pero le aterraba ser como él. Así que buscó otra vía de escape: el robo.
Primero fueron hurtos pequeños. Una chocolatina, un lápiz, una pulsera barata. El acto le daba una descarga de adrenalina que le recordaba que estaba viva. Robaba no por necesidad, sino por el sentimiento de control, por ese instante de superioridad sobre el sistema, sobre su historia. Con el tiempo, los robos se volvieron más audaces. Una cartera, un móvil, incluso una caja registradora mal vigilada. Hasta que la atraparon.
Su arresto fue limpio, sin drama. No puso resistencia. El juicio fue breve: culpable, un año de prisión. Pero la cárcel no fue lo que temía. No fue un infierno. Fue un reinicio.
En prisión encontró algo extraño: respeto. Su habilidad como tatuadora la convirtió en una figura útil, solicitada, casi intocable. Pero hubo otro factor que redefinió su posición en aquel ecosistema cerrado: su enorme polla.
Hope nunca se había considerado “dotada” en sentido literal. Su polla era parte de ella, algo que había aprendido a aceptar con naturalidad, aunque el mundo la hiciera sentir monstruosa. Pero en ese entorno hipermasculino y competitivo, lo suyo destacaba. Era más grande, más firme, más imponente que el promedio de los hombres con los que compartía reclusión. Incluso más que los guardias. La reacción fue inmediata: respeto, deseo, sumisión. Su popularidad entre las reclusas creció hasta convertirla en una especie de reina informal. Las relaciones sexuales eran comunes en ese entorno cerrado, y Hope no tardó en descubrir que podía usarlas tanto para placer como para obtener favores o influencia. No fue abuso; fue dominio. Por primera vez en su vida, su cuerpo era poder.
Un mes antes de salir, recibió la llamada de su tía Elizabeth. Su padre se había suicidado, asfixiado por las deudas y la soledad. El banco embargó su apartamento. No tenía nada ni a nadie. Pero Elizabeth le ofreció algo más que lástima: una salida. Un nuevo hogar, en un pueblo llamado Rockfield. Por primera vez desde que tenía memoria, Hope vislumbró la posibilidad de un nuevo comienzo. No sabía qué encontraría en ese pueblo. Pero estaba lista para descubrirlo.