Datos
Nombre Alexa
Apellido Neumann
Edad 24 años
Cumpleaños 12 de Agosto
Género Futanari
Nacionalidad Alemana
Ocupación Abogada
Altura 172 cm
Peso 58 kg
Polla 33 cm

Historia

Alexa Neumann nació en Eichwalde, un pueblo pequeño y tranquilo a pocos kilómetros de Berlín, donde la rutina y las tradiciones eran casi una ley no escrita. Su familia encarnaba ese mundo rígido: padres profundamente tradicionales que, aunque amables, vivían más como figuras distantes que como verdaderos pilares afectivos. Ambos trabajaban muchas horas, con compromisos que los alejaban emocional y físicamente de Alexa, dejándola en manos de su abuela materna desde muy pequeña.

Su abuela era una mujer con un carácter fuerte y una presencia imponente, que combinaba una ternura discreta con una disciplina férrea. Era la voz del pasado: no rehuyó hablar del Tercer Reich ni de la guerra. Al contrario, las historias que le contaba Alexa las recibía con una mezcla de fascinación y desconcierto. Para su abuela, esas narrativas tenían un peso histórico y un sentido de orgullo retorcido, pero para Alexa se convirtieron en una ventana a un mundo oscuro, lleno de conflicto y contradicciones, que sin embargo sentía más real que las personas que la rodeaban.

Pero había otra forma de cariño en esa relación, aunque disfuncional: la sobrealimentación. La abuela creía que la comida era amor, y le servía porciones que a ojos de cualquiera eran exageradas. Un plato lleno significaba seguridad, protección. Sin embargo, esa protección se tradujo en kilos de más que marcaron el cuerpo y la vida de Alexa.

A los 10 años, el sobrepeso se convirtió en una condena social. La escuela fue un campo de batalla donde Alexa sufrió los golpes invisibles de la burla constante. Los apodos crueles, las risas detrás de su espalda, los dedos apuntando. Cada día era un recordatorio de que no encajaba, de que su cuerpo era un estigma. Pero en casa no encontró refugio ni palabras de consuelo. Sus padres seguían siendo figuras distantes, tan ausentes como la seguridad emocional que necesitaba.

En medio de ese vacío, Alexa comenzó a construir una fortaleza interior. Su dolor se volvió combustible para un deseo feroz de justicia. Si nadie la protegía, ella aprendería a protegerse y a defender a quienes, como ella, eran vulnerables. Así nació su pasión por el derecho, una manera de canalizar su rabia y su búsqueda de equidad.

El camino no fue fácil. Su determinación para transformar su cuerpo implicó sacrificios brutales. La disciplina requerida para cambiar hábitos alimenticios que llevaba años arraigados, el esfuerzo físico que la agotaba, el dolor de enfrentarse a sus propios límites. Cada kilo perdido fue una victoria silenciosa contra la niña que había sufrido en silencio. La muerte de su abuela, aunque trajo tristeza, representó también un corte simbólico: la última influencia que la sobrealimentaba desapareció, y Alexa tomó el control total de su cuerpo y su vida.

Cuando finalmente se miró al espejo, se enfrentó a una nueva realidad: ya no era la niña rechoncha, sino una mujer alta, delgada, musculosa, marcada por el sudor y la perseverancia. Una transformación tan radical que dejó atrás el pasado y desafió a quienes la conocían antes a reconocerla.

Pero la historia corporal de Alexa tenía una capa más profunda: su condición futanari. Durante años, la grasa corporal actuó como un velo, ocultando su anatomía única. Ahora, con un cuerpo tonificado y ajustado, esa singularidad saltaba a la vista. Su polla, inusualmente grande para cualquier estándar, se marcaba bajo la ropa ceñida, convirtiéndola en objeto de miradas curiosas, de susurros y de juicios.

Este nuevo foco de atención no siempre fue amable. La sociedad, ya acostumbrada a etiquetar y marginar, encontró otro motivo para señalarla. Las miradas se volvieron interrogantes y los comentarios, cuando no eran directamente ofensivos, eran incómodos y deshumanizantes. Alexa se enfrentaba a un dilema: la libertad de un cuerpo que le pertenecía versus la exposición a un escrutinio implacable.

En medio de ese torbellino, llegó una carta inesperada que encendió una luz en su futuro: la Universidad de Rockfield, en Estados Unidos, le ofrecía una beca completa para estudiar derecho. Su excelencia académica le había abierto una puerta que prometía algo distinto, un lugar donde podía reinventarse sin el peso de su historia ni las miradas inquisitivas de su pasado.

Sin mirar atrás, sin despedirse siquiera de sus padres —cuya presencia seguía siendo etérea y distante— Alexa cruzó el Atlántico con la determinación de quien sabe que su vida comienza realmente ahora. Rockfield no era solo un campus: era la promesa de un futuro donde su identidad, su cuerpo y su mente podrían coexistir sin juicios, un territorio donde la palabra libertad adquiría todo su significado.