Datos
Nombre Alexandra
Apellido Bykova
Edad 26 años
Cumpleaños 27 de Noviembre
Género Futanari
Nacionalidad Rusa
Ocupación Militar
Altura 173 cm
Peso 78 kg
Polla 36.5 cm

Historia

Alexandra Bykova nació en Kirov, Rusia, en un invierno frío y gris, como si el clima mismo anunciara la lucha que tendría que enfrentar desde el primer suspiro. Era una chica futanari, una realidad que cargaba con una mezcla de orgullo y aislamiento. Su madre, Olga, era una mujer de temple fuerte, madre soltera que hacía malabares con la vida para sacar adelante a su hija. El padre era un misterio envuelto en sombras y susurros. En el barrio corrían rumores morbosos: decían que Alexandra había nacido de una futanari, una vieja amiga de Olga, pero nadie se atrevía a confirmar nada. Las palabras quedaban atrapadas entre el miedo al juicio y el silencio de la vergüenza.

La vida en su pequeño apartamento era modesta y apretada. Olga trabajaba como cajera en una tienda de comestibles local, donde los clientes pasaban sin mirarla, y ella estiraba cada rublo con la precisión de un cirujano. Quince mil rublos al mes, un presupuesto tan ajustado que cada kopek se convertía en una batalla. A pesar de todo, Olga se mantenía firme, sacrificando hasta lo imposible para que Alexandra tuviera al menos un techo, comida en la mesa y algo de calor en las noches heladas de Kirov.

El mundo fuera era despiadado. La gente no solo juzgaba la condición de Alexandra; susurros crueles se deslizaban como cuchillas entre vecinos, compañeros de clase y desconocidos. Miradas de reojo, comentarios a media voz, rumores que manchaban el aire. Pero dentro de ese pequeño hogar, el amor de Olga era un escudo impenetrable. Su fe cristiana no era solo palabra, era acción, era fuerza. Ella enseñó a Alexandra el valor de la compasión, la dignidad y la perseverancia, nutriendo en su hija un alma noble bajo una piel marcada por el rechazo.

En la escuela, Alexandra no solo era una alumna más; era una fuerza de la naturaleza. Destacaba sin esfuerzo en las materias más complejas —matemáticas y lenguas extranjeras—, pero era en educación física donde realmente imponía respeto. Su cuerpo robusto, cincelado por años de esfuerzo y genética inusual, se hacía cada vez más imponente. Su musculatura crecía con determinación; su físico no era solo fuerte, era implacable. El tamaño de su miembro, algo que en otras circunstancias hubiera sido motivo de burlas o confusión, se convirtió en un símbolo de poder. Los chicos mayores evitaban desafiarla, sabiendo que cualquier duelo era una batalla perdida de antemano.

Pero la fuerza física no se traduce en riqueza ni en paz. El dinero seguía siendo un enemigo constante. La presión de las facturas y la necesidad empujaron a Olga a una decisión difícil: comenzó a convivir con un hombre para mejorar la economía del hogar. Al principio, él parecía una bendición disfrazada de buen hombre, dulce y atento. Pero esa máscara cayó rápido. El alcohol le corroía el carácter, transformándolo en una presencia oscura y violenta. Los gritos y la tensión llenaron el aire; los golpes eran ya parte del día a día. Olga soportaba, se escondía en el miedo y la resignación, pero Alexandra no podía evitar sentir el peso de esa violencia. Ella también fue víctima: golpes, amenazas, la humillación constante. Intentar defenderse era un riesgo que se pagaba con moretones y silencio. La impotencia joven pesaba sobre sus hombros como una losa.

Pero la vida tiene sus momentos decisivos.

En la noche en que Alexandra cumplió dieciocho años, todo cambió. Una pelea estalló en la cocina, llena de gritos y lágrimas. Olga, rota y asustada, lloraba mientras su padrastro empuñaba un cuchillo, la amenaza tangible en medio del caos. Alexandra, por primera vez, dejó de ser la víctima pasiva. Salió de su cuarto con una determinación férrea. Sin dudarlo, le arrebató el cuchillo con una fuerza y rapidez que sorprendieron incluso a ella misma. Con un solo golpe certero, un puñetazo izquierdo, dejó a su agresor inconsciente en el suelo. El silencio que siguió fue absoluto, pero dentro de Alexandra resonaba un rugido nuevo: el poder de defenderse, de no rendirse.

Ese momento fue un umbral. La niña vulnerable murió ahí mismo. En su lugar nació una mujer, una guerrera con cicatrices y un fuego inextinguible. Sin perder tiempo, Alexandra se alistó en el ejército ruso. Ocho años de entrenamiento riguroso, de disciplina implacable, de pruebas extremas. Su cuerpo y mente se endurecieron. Demostró una lealtad férrea y una resistencia casi sobrehumana. Se convirtió en una soldado imparable, un torbellino de fuerza y precisión.

Y entonces, cuando el destino parecía haberse estabilizado, llegó la oferta que lo cambió todo: un trabajo en el extranjero, en Estados Unidos, en un lugar llamado Rockfield.

Para Alexandra, ese era más que un contrato: era la promesa de un futuro distinto. Después de todo el dolor, la humillación y la lucha, por primera vez sentía que la felicidad no era una ilusión inalcanzable, sino una posibilidad tangible a la vuelta de la esquina.