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Nombre | Jennifer "Jenn" |
Apellido | Smith |
Edad | 28 años |
Cumpleaños | 24 de Diciembre |
Género | Futanari |
Nacionalidad | Estadounidense |
Ocupación | Camarera |
Altura | 177 cm |
Peso | 65 kg |
Polla | 31 cm |
Historia
Jennifer Smith nació en Rockfield, una ciudad donde las apariencias maquillan la podredumbre. A diferencia de muchas familias en su entorno, la suya no era privilegiada ni poderosa. Su hogar era pequeño, agrietado tanto en estructura como en vínculos. Su padre era un agente de policía que llevaba con orgullo su placa durante el día, pero que por las noches se convertía en otra cosa: un hombre destruido por el alcohol, la frustración y su propia mediocridad. Su autoridad no se ejercía con ley, sino con violencia. Su palabra no inspiraba respeto, sino miedo. Golpeaba a su esposa con impunidad y a su hija la trataba con desprecio, lanzándole insultos crueles que reflejaban su propia inseguridad.
Para Jennifer, la infancia fue un campo minado emocional. Pero todo se volvió aún más insostenible cuando comenzó la pubertad. Su cuerpo femenino floreció con fuerza, desafiando al patrón con una dualidad que pocos entendían y menos aún aceptaban: entre sus piernas crecía un miembro masculino desproporcionado para su edad. No era un defecto ni una malformación: era simplemente una realidad de su biología intersexual, una manifestación corpórea que, en lugar de aceptación, provocó el colapso mental de su padre.
El hombre, ya de por sí violento, se tornó aún más irracional cuando percibió el desarrollo físico de su hija. Para él, verla crecer como mujer con un atributo que él jamás podría igualar fue una herida directa a su ego. Se sentía castrado en espíritu, emasculado por la existencia misma de su hija. Cada vez que la veía, no podía evitar proyectar sobre ella su odio hacia sí mismo, un odio que se cocía en la vergüenza y la impotencia.
Una noche, completamente ebrio, irrumpió en el baño y se encontró con Jennifer desnuda. Lo que vio no fue una hija, ni siquiera una persona: vio una amenaza. Una figura andrógina cuya virilidad superaba la suya. Su reacción fue la de un animal herido: explotó en una tormenta de gritos, insultos, golpes. Le cruzó la cara con una bofetada tan brutal que la tiró al suelo, mientras gritaba incoherencias, rebuscando a tientas su arma reglamentaria. En ese momento, Jennifer quedó paralizada. No podía pensar, no podía moverse. El miedo absoluto la dejó muda.
Su madre fue quien rompió ese hechizo. Aterrada, intervino, empujando a Jennifer fuera del camino, susurrándole entre lágrimas que corriera. Fue un acto de amor desesperado y final. Jennifer huyó descalza, en camisón, con la sangre aún escurriéndole del labio y el corazón palpitando como un tambor de guerra. No supo más de su madre ni de su padre. Aquella noche fue el final de su vida anterior.
Los días siguientes fueron una mezcla de frío, hambre y confusión. Sobrevivía mendigando o revolviendo entre la basura. Dormía en portales y casas abandonadas, vestía ropa robada de tendederos y luchaba por no ceder a la desesperación. Durante una de esas noches, conoció a Ashley, una chica un año mayor que también había huido de casa. Compartían algo más que la miseria: también era futanari. Fue la primera persona que no la miró con horror ni lástima. La conexión fue inmediata y necesaria.
Juntas aprendieron a sobrevivir como ratas urbanas. Robaban carteras, manipulaban a desconocidos, compartían cigarrillos mojados y noches heladas. Se protegían mutuamente, con una lealtad nacida de la vulnerabilidad. Se convirtieron en hermanas de causa. No tenían nada, excepto la una a la otra.
Un día, mientras intentaban robar a un hombre mayor que parecía indefenso, el destino les jugó una carta distinta. El hombre, mucho más ágil de lo que aparentaba, las redujo con facilidad. Pero no llamó a la policía. Les ofreció comida, refugio y, lo más importante, dignidad. Su nombre era Frank Smith. Regía un pequeño bar en una esquina olvidada de Rockfield, y vivía en el piso de arriba. A pesar de sus propios traumas, supo ver en las chicas dos almas rotas en busca de oxígeno. Les ofreció un cuarto, un trabajo, un propósito.
Los seis años que siguieron fueron los más estables de la vida de Jennifer. Ayudaba en el bar, reía, compartía momentos de calma con Frank y Ashley. Por primera vez, sintió que tenía una familia. Tanto ella como Ashley adoptaron el apellido Smith, como símbolo de ese nuevo comienzo. Frank era un hombre mayor, sí, pero con una sabiduría serena que no necesitaba imponerse. Representaba todo lo que su padre nunca fue.
Con el paso del tiempo, la relación entre Jennifer y Ashley evolucionó. El cariño se transformó en deseo, y el deseo en amor. Su vínculo era carnal, emocional y espiritual. Se conocían en sus rincones más oscuros. Se amaban con la intensidad de quienes han conocido la muerte en vida. Las noches eran largas, sudorosas, llenas de ternura salvaje. Sus cuerpos se entrelazaban con una naturalidad que desafiaba todo tabú. Eran dos mujeres, dos supervivientes, dos futanari encontrando placer y consuelo en sus singularidades.
Pero la tragedia no se alejó por mucho tiempo. Frank falleció a los 75 años, dejando un hueco insondable. Jennifer y Ashley afrontaron el duelo como pudieron, aferrándose la una a la otra. Pero unos meses después, el odio volvió a atacar. Ashley fue asesinada en un callejón tras cerrar el bar una noche. El cuerpo fue hallado con múltiples heridas de arma blanca. El crimen nunca se resolvió, pero los indicios apuntaban a un ataque de odio. No fue un robo. Fue un castigo. Un castigo por existir.
Jennifer no lloró en el funeral. No gritó. No habló. Simplemente dejó de sentir. Se convirtió en un autómata, un cuerpo funcional sin alma. Atendía el bar por inercia, con los ojos vacíos. Vivía entre botellas, recuerdos y remordimientos. Por un tiempo, consideró terminar con todo. Pero no lo hizo. Quizás por cobardía. Quizás por rutina. O quizás porque, en el fondo, esperaba una señal.
Esa señal llegó en forma de una joven llamada Emma Barnhart. Una cliente habitual, curiosa, solitaria. Su rostro tenía un eco del pasado: un parecido inquietante con Ashley cuando era más joven. Ese simple detalle fue suficiente para que algo, muy profundamente enterrado en el pecho de Jennifer, comenzara a temblar otra vez.
No fue amor a primera vista. Fue más bien una punzada de reconocimiento. Una chispa diminuta encendida en un mundo apagado. Lo que siguió fue lento, incierto, pero inevitable. Jennifer, contra todo pronóstico, empezó a recuperar partes de sí misma. No por completo. No sin cicatrices. Pero sí con una nueva voluntad de seguir respirando.