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Nombre | Linda |
Apellido | Barnhart |
Edad | 45 años |
Cumpleaños | 17 de Diciembre |
Género | Mujer |
Nacionalidad | Danesa |
Ocupación | Novelista, profesora |
Altura | 175 cm |
Peso | 75 kg |
Historia
Antes de los aplausos en salones de arte y los murmullos respetuosos en presentaciones de libros, Linda Kristine Madsen vivió una vida tan aséptica como una hoja en blanco. Nació en Aalborg, una ciudad del norte de Dinamarca donde las calles limpias y los cielos grises parecían diseñados para mantener los pecados bien enterrados.
Su madre, sacerdotisa luterana, y su padre, profesor de filosofía, criaron a Linda en un hogar que mezclaba la Biblia con Heidegger, donde las emociones eran tratadas como obstáculos al pensamiento y el cuerpo era un simple vehículo para la obediencia. Linda fue una niña dócil. Silenciosa. Devota. Caminaba con la cabeza gacha y los tobillos juntos, aprendiendo a disculparse antes de cometer errores. Su mundo era una sinfonía de rezos, deberes y lecturas. La represión no era castigo: era una forma de amor.
La adolescencia pasó sin rebeldías. Ni cigarros detrás de la escuela, ni toqueteos en la oscuridad de un cine. Solo notas sobresalientes y sermones cada domingo. Fue durante el último año de escuela que el barniz comenzó a agrietarse. En la fiesta de graduación de una amiga —la única a la que asistió en su vida escolar— Linda cometió su primer pecado capital: bebió. Una copa de vino blanco se convirtió en otra, y luego otra, hasta que el alcohol desató algo que llevaba demasiado tiempo contenido.
Esa noche, Linda bailó con desconocidos, besó a dos chicos que no recordaba haber conocido antes, y vomitó en los zapatos de un tercero que intentaba llevársela al baño. El momento que rompió su mundo no fue esa humillación, sino el encuentro con ella.
Una mujer que no pertenecía a la fiesta: mayor, ajena, diferente. Tenía algo en la mirada que combinaba el peligro con la promesa. Linda la encontró hermosa, magnética. Hablaron apenas unos minutos. Rieron. Y cuando Linda se tambaleaba, lista para desmayarse, la desconocida le ofreció llevarla en su motocicleta. Aceptó sin pensar.
No recuerda la moto. No recuerda el trayecto. Lo siguiente fue abrir los ojos en medio del bosque, con el frío mordiéndole las piernas desnudas y la humedad de la tierra mojando su espalda. Encima de ella, la mujer —la desconocida— le sonreía. La sujetaba de las muñecas con una fuerza fría y segura. Le acariciaba la cara como a una muñeca de porcelana.
—Eres una cosita muy bonita —susurró con un acento extraño.
Linda trató de gritar, pero su lengua estaba dormida por el alcohol. Su cuerpo, pesado como plomo. Fue entonces cuando vio lo que había entre las piernas de la mujer. Un pene. Enorme. Erecto. Venoso. Algo tan fuera de lugar en esa escena como un animal mitológico en una misa.
La penetración no fue violenta en su ejecución, pero sí en su realidad. Linda estaba medio inconsciente, empapada, indefensa. Y sin embargo, el horror se mezcló con otra sensación: placer. No lo entendía, no lo quería, pero allí estaba, latiendo entre espasmos de dolor. Gritó, lloró, y luego se dejó llevar. Fue una violación, sin matices ni justificaciones. Por la mañana, la desconocida había desaparecido. Linda caminó hasta su casa en silencio, cruzando jardines dormidos y calles vacías, como un fantasma.
Podía haberlo contado. A su madre. A la policía. Podía haber gritado al cielo y exigido justicia. Pero no lo hizo. Porque en el fondo de su alma desgarrada había nacido una obsesión. Una necesidad. Una sombra. La violación fue una herida, sí. Pero también fue una revelación brutal. Linda quería que volviera a pasar.
Ese pensamiento la devoró.
Durante los años siguientes, Linda se sumergió en el arte como única vía de exorcismo. Estudió Literatura Comparada en Copenhague. Empezó a escribir poesía críptica, con versos sobre bosques húmedos, cuerpos ambiguos y dioses hermafroditas. También pintaba, con una técnica violenta, grotesca, que escandalizaba a sus profesores. No hablaba del trauma, pero lo escupía sobre lienzos y páginas. Lo refinaba como alquimia emocional.
En una galería universitaria conoció a Karl Barnhart, un compositor atormentado y hermoso, tan autodestructivo como carismático. Hijo de una familia de artistas millonarios, Karl vio en Linda algo que otros no podían: genio oculto en la neurosis, talento envuelto en cicatrices. Se enamoraron con rapidez y sin romanticismo. El sexo con Karl era torpe, a veces ausente. Linda no encontraba en él ni la oscuridad ni el vértigo que la marcaban por dentro, pero sí encontró estabilidad, y eso era nuevo.
Karl la ayudó a publicar su primer libro: una novela sobre una mujer violada por una criatura mitológica que se transforma en su amante. El libro ganó atención en círculos académicos alternativos. Linda fue invitada a conferencias, entrevistas, mesas de debate. Pero en lo privado, su psique era un pozo sin fondo.
Y entonces nació Emma.
Karl estaba eufórico. La niña había nacido futanari, una condición rarísima. En la familia Barnhart, eso era como nacer con el don de la música o la clarividencia. Una señal divina. Un talismán de poder y prestigio. La prensa artística lo romantizó: “La heredera mutante de los Barnhart”, decían.
Pero Linda, al ver a su hija crecer y descubrir su anatomía, comenzó a revivir el bosque. Cada mirada, cada pregunta infantil, cada erección inocente de su hija se convirtió en un eco de la noche de la violación. Y ese eco se transformó en algo aún más turbio. Linda empezó a desearla. No como madre, sino como víctima marcada por una herida abierta que nunca cerró.
Se odiaba por ello. Con cada célula. Con cada fibra de su ser.
En su intento de sublimar el deseo, empezó a coleccionar arte futanari. Dibujos, esculturas, fotografía, cine experimental. Era su forma de mantener la obsesión bajo control, de alimentar al monstruo sin tocar a su hija. Emma creció admirando esa colección: se fascinó con las formas, los cuerpos híbridos, la simbología.
Linda no podía evitar sentir un retorcido orgullo… y miedo. Porque Emma era hermosa, brillante, única. Pero también era el espejo de su trauma. Un reflejo peligroso de su propio origen. Una fusión de deseo, culpa, arte y genética. La mezcla perfecta para una tragedia que aún no ha terminado de escribirse.