Datos
Nombre Maria
Apellido De Caro
Edad 29 años
Cumpleaños 14 de Mayo
Género Futanari
Nacionalidad Italiana
Ocupación Profesora
Altura 176 cm
Peso 75 kg
Polla 30.5 cm

Historia

María De Caro vino al mundo en Lecce, esa joya barroca del sur de Italia donde el sol pinta de oro las piedras milenarias y el pasado pesa más que el presente. En aquella ciudad repleta de iglesias talladas y callejuelas que parecen un museo al aire libre, María creció envuelta en una atmósfera tan hermosa como contradictoria, porque Lecce era también una jaula invisible, un lugar donde la tradición aplastaba cualquier diferencia.

Su padre, hombre rudo y tosco, había pasado la vida entre las canteras extrayendo la famosa piedra de Lecce, un trabajo de músculo y polvo que parecía definir no solo su cuerpo sino también su mentalidad: cerrada, tosca y anclada en creencias religiosas tan extremas que rayaban en la superstición. Cuando María nació futanari —con un cuerpo que desafiaba la norma biológica tradicional— para él no hubo alegría, solo un castigo divino. No hubo gritos ni golpes, pero hubo una indiferencia gélida y devastadora: no la miró a los ojos, no la abrazó, no pronunció jamás la palabra hija.

Esa ausencia fue un agujero negro que devoró su infancia. Pero la madre de María, una mujer entregada y devota, fue su único refugio en un mundo que parecía conspirar contra ella. “Eres igual que cualquier otra hija de Dios,” le repetía con la convicción de quien quiere salvar a alguien a toda costa. Trabajaba limpiando casas y cocinando para familias ricas, sacrificando sus horas y su salud para que María no sintiera el vacío del desprecio paterno. Pero ni la mejor voluntad podía borrar las cicatrices invisibles que dejaba el silencio y la negación de su padre.

Desde niña, María intentó desesperadamente romper ese muro de hielo. Se esforzaba por ser perfecta en la escuela, con la esperanza muda de ganar la atención de un hombre que la consideraba una maldición. Le pedía cuentos sobre las canteras, sobre los hombres que tallaban la piedra, cualquier cosa para conectar, para que al menos una palabra saliera de esos labios que parecían condenarla. Pero él la ignoraba o, peor aún, murmuraba oraciones en latín que parecían más exorcismos que plegarias, como si quisiera expulsar un demonio en lugar de aceptar a su hija.

La casa estaba impregnada de ese duelo silencioso: para su padre, María era la prueba palpable de un castigo divino; para su madre, la bendición oculta que justificaba su lucha diaria. Cuando sus intentos por tener otro hijo fallaron, la mujer encontró consuelo en la idea de que María era suficiente, una señal de la voluntad de Dios, mientras que el hombre solo veía en ella un mal presagio, una mancha en el linaje.

Este choque de miradas, de percepciones opuestas, marcó la mente inquisitiva de María. Creció preguntándose cómo podía un mismo ser ser odiado y amado al mismo tiempo, cómo la religión y la tradición podían dictar una sentencia que la dividía en dos mitades irreconciliables. Esta contradicción la llevó a estudiar la filosofía, la religión y, especialmente, la bioética, en busca de respuestas que ningún sermón en la iglesia le había dado.

Su huida hacia el norte, primero a Milán y luego a Turín, fue también una huida hacia sí misma. En esas universidades encontró algo más que conocimiento: encontró voz, espacio y la oportunidad de dar sentido a su experiencia. No fue un camino cómodo ni fácil. La tensión entre su identidad futanari y el mundo académico, que aún lidiaba con tabúes y prejuicios, la enfrentó a debates ásperos y miradas inquisitivas. Pero su intelecto y su pasión la elevaron rápidamente: a los 26 años, ya era una doctora reconocida, pionera en un campo que en Italia apenas existía.

Sus investigaciones exploraban sin tapujos la identidad futanari, desentrañando sus ramificaciones éticas, sociales y religiosas. Criticaba abiertamente la hipocresía de una sociedad que, por un lado, veneraba tradiciones religiosas, y por otro, marginaba con crueldad a quienes no encajaban en su rígido molde. Denunciaba el silenciamiento de voces como la suya, que luchaban por un espacio legítimo, no solo como sujetos de estudio, sino como sujetos de derecho.

El reconocimiento fuera de Italia no tardó en llegar. Académicos de todo el mundo empezaron a citar su trabajo, y la Universidad de Rockfield, en Estados Unidos, le abrió las puertas con un puesto de profesora titular. Rockfield era famosa no solo por su excelencia, sino por su política velada de reclutar estudiantes futanari de todo el mundo, una especie de refugio para aquellos que la sociedad les había dado la espalda.

Para María, aceptar la oferta fue como firmar un contrato con la libertad. Pero también un acto de valentía: sabía que Estados Unidos era un terreno mucho más abierto, pero también lleno de desafíos nuevos. Quería más que enseñar: quería descubrir qué había detrás de esa universidad, si realmente era el refugio seguro que prometía ser o un terreno aún más complejo y político donde su identidad tendría que seguir demostrando su valor.

Así, cruzó el Atlántico dejando atrás Lecce, sus piedras doradas y su pasado cargado de silencios, lista para reinventarse en un mundo que por fin, esperaba, la vería sin prejuicios ni condenas.