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Nombre | Ruby |
Apellido | Devers |
Edad | 18 años |
Cumpleaños | 28 de Marzo |
Género | Futanari |
Nacionalidad | Irlandesa |
Ocupación | Estudiante |
Altura | 170 cm |
Peso | 52 kg |
Polla | 29 cm |
Historia
Ruby Devers nació en Cleggan, un rincón de Irlanda donde la tierra es tan húmeda como las miradas son secas. En ese pueblo de pescadores, donde la tradición pesa más que el salitre y los secretos se entierran en redes de pesca, Ruby fue una anomalía desde el primer latido. Hija única de una pareja sencilla pero determinada, creció en una casa modesta a unos pasos del mar, con olor a libros viejos y pescado fresco. Su madre, lectora voraz sin título universitario, alimentó su mente con literatura; su padre, pescador callado, le enseñó a aguantar el peso de lo que no se dice.
Desde niña, Ruby mostraba una avidez por el conocimiento que no se podía ignorar. Mientras los niños se revolcaban en las orillas jugando con algas y anzuelos oxidados, ella devoraba novelas rusas, ensayos filosóficos, tratados de anatomía. Pero había una verdad que ningún libro le podía explicar con claridad: su cuerpo, a la vez femenino y viril, no se ajustaba a ninguna página. Ruby nació con lo que algunos llaman una malformación. Ella lo llamaba su "tercera pierna". Un apéndice que no era error ni castigo, sino un enigma. Su polla, demasiado real para ser ignorada, demasiado tabú para ser aceptada.
Sus padres, amorosos pero aterrados, comprendieron pronto que en Cleggan no habría lugar para una niña como ella. Así que tomaron una decisión: callar, proteger, planificar. Cuando Ruby cumplió diez años, vendieron el barco familiar y, con el dinero y muchos silencios, la enviaron a un internado católico para señoritas en el sur del país. Un lugar donde las niñas debían ser puras, dóciles y planas en todos los sentidos. Y Ruby, aunque cumplía con el expediente en lo académico, escondía bajo su falda un secreto que no cabía en ningún dogma.
Durante los primeros años, todo fue bien. Ruby brillaba. Era la primera de la clase, destacaba en literatura, matemática, latín. Las monjas la elogiaban como si estuvieran cultivando una futura santa. Pero llegó la pubertad, y con ella, lo inevitable.
El crecimiento de su miembro fue lento pero despiadado. Al principio, una pequeña protuberancia que tensaba la ropa interior. Luego, una forma imposible de ignorar bajo la falda del uniforme. En educación física, cuando lideraba al equipo de camogie con una energía casi sobrenatural, su “tercera pierna” se marcaba con una rigidez que ninguna postura podía disimular. Algunas chicas comenzaron a murmurar. Al principio, en tono burlón: “Tiene una vara entre las piernas”, “Parece que lleva un bate”. Pero pronto surgió una fascinación oscura, casi mitológica. Una mezcla de asombro, repulsión y deseo. Las miradas furtivas se convertían en miradas fijas. Algunas compañeras fingían tropezar para tocarla “sin querer”. Otras, más valientes, comenzaron a rondarla en los baños.
Ruby sentía vergüenza, sí. Pero también curiosidad. Por las noches, exploraba su cuerpo con una mezcla de culpa y placer que la destrozaba y la reconstruía a partes iguales. Su polla —gruesa, larga, cálida, palpitante— no era un error. Era un desafío a las reglas. Un tótem herético. A veces se masturbaba en el baño del dormitorio compartido, con el grifo abierto para ahogar los sonidos. Otras veces lo hacía bajo las sábanas, sintiendo cómo la leche brotaba espesa y caliente sobre su vientre plano, justo antes de que sonaran las campanas del rezo matutino.
Y hubo más. Una noche, una compañera —Claire, una chica callada de ojos grises— se metió en su cama. No dijo nada. Solo deslizó la mano bajo la falda de Ruby y la tocó. Esa primera vez fue breve, temblorosa, clandestina. Pero fue el inicio de una doble vida: la Ruby modelo de día, y la Ruby deseada de noche. Nunca hablaron de ello en voz alta, pero en la penumbra, Ruby se convirtió en una especie de diosa pagana: su miembro erecto se transformó en símbolo de poder y tabú, una mezcla de lo prohibido y lo irresistible.
A pesar de los rumores, nadie se atrevía a denunciarla. Sus méritos académicos y su desempeño deportivo le daban una coraza. Ruby llevó al equipo de camogie a ganar dos campeonatos regionales, y eso compró silencio. Pero ella sabía que no podía vivir eternamente en la cuerda floja.
El cambio definitivo llegó con una beca. La Universidad de Rockfield, una institución moderna y liberal, la aceptó con los brazos abiertos. Allí, Ruby respiró por primera vez sin miedo. Y, para su sorpresa, su “tercera pierna” dejó de ser un secreto para convertirse en un mito universitario. Ya no era un motivo de vergüenza, sino una leyenda viva.
Las chicas la miraban con deseo abierto. Algunas la perseguían, otras la retaban. Ruby aprendió a usar su cuerpo como parte de su lenguaje: elegante, dominante, inconfundible. Sus erecciones, antes reprimidas con vergüenza, ahora se convertían en declaraciones de intención. En fiestas, muchas veces ni siquiera tenía que hablar: la forma bajo su falda hablaba por ella. Y quienes se atrevieron a tocarla… jamás la olvidaron.
La transición fue brutal pero necesaria. Ruby pasó de ser una herejía silenciosa a una encarnación del deseo. Hoy camina por los pasillos de Rockfield con la cabeza en alto, la polla suelta bajo la falda y una mirada que no pide permiso. Ya no teme ser vista. Porque ahora sabe que su "tercera pierna" no es un obstáculo. Es su estandarte.