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Nombre | Sayuki |
Apellido | Fujimura |
Edad | 20 años |
Cumpleaños | 18 de Octubre |
Género | Futanari |
Nacionalidad | Japonesa |
Ocupación | Desempleada |
Altura | 169 cm |
Peso | 48 kg |
Polla | 34 cm |
Historia
Sayuki Fujimura nació como la octava hija del clan Fujimura, uno de los linajes yakuza más antiguos y adinerados de Tokio. Un número cargado de misticismo en la tradición japonesa, el ocho representaba el infinito, la prosperidad… pero en el caso de Sayuki, también el límite final de una maldición. Fue la única hija futanari de toda la familia: una anomalía biológica envuelta en tabú, temor y superstición.
En Japón, donde lo tradicional y lo espiritual conviven en un equilibrio frágil, las niñas futanari eran consideradas un presagio oscuro, como si los dioses hubieran decidido jugar con las reglas del destino. Sin embargo, para la familia Fujimura —devotos del control, el legado y el poder— Sayuki fue declarada un “tenkōsei” (niño celeste). No como una muestra de amor, sino como una excusa. El patriarca necesitaba una narrativa sagrada para justificar su decisión de criar a esa criatura en lugar de eliminarla en la cuna.
Desde su nacimiento, Sayuki no fue criada, fue forjada. Como una espada que debía ser templada mil veces al rojo vivo, su infancia fue un campo de entrenamiento perpetuo. Nunca se le permitió jugar, ensuciarse o llorar. Su habitación era blanca, fría, sin decoración. Tenía acceso a los mejores tutores del mundo: matemáticos rusos, expertos en finanzas suizos, estrategas militares israelíes, maestros de etiqueta franceses. Su formación era global, brutal y constante. Cada minuto de su vida estaba planificado con precisión quirúrgica. Respirar con ritmo irregular era visto como una señal de debilidad.
El ojabun Fujimura, su padre, era un dios menor con traje a medida. Nunca levantaba la voz, pero cada palabra suya podía destrozar un alma. Veía a Sayuki como su proyecto más ambicioso: una sucesora sin emociones, más eficiente que cualquier hijo varón, más controlable que cualquier subordinado. Para él, su entrepierna —una genitalidad monstruosa para el resto del mundo— era un atributo divino, un símbolo fálico supremo. Su falo era su trono. El clan comenzaría una nueva era a través de ella. No como hija. No como mujer. Como arma.
Cada menstruación era ocultada. Cada gesto femenino era corregido. Cada duda era suprimida. Le enseñaron a sonreír en reuniones, pero jamás a reír. A fingir interés, pero nunca pasión. Sayuki se convirtió en una sombra elegante, una presencia helada en banquetes, ceremonias y funerales. Pero bajo la seda negra y los tacones italianos, se escondía una niña hambrienta de afecto. Porque a pesar de todo, Sayuki amaba. Amaba los libros. Amaba los pequeños silencios entre frases. Amaba el olor de la tinta. Y, sobre todo, amaba escribir.
Durante años, robó momentos entre clases para llenar libretas con poemas, cuentos y confesiones que nunca serían leídas. En esas páginas privadas, construyó mundos donde el amor no era transaccional, donde los cuerpos no eran herramientas, y donde la libertad era algo más que una palabra exótica pronunciada por diplomáticos extranjeros.
Pero ese mundo interior no podía sostener el peso de su realidad. A los 17 años, Sayuki era ya una leyenda en los círculos criminales. Se decía que negociaba con frialdad quirúrgica, que sabía más de cibercrimen que los ingenieros del MIT, y que su mera presencia bastaba para hacer callar a ministros y jueces. Y sin embargo, en el fondo de su alma, había una semilla de desesperación que germinaba en secreto.
La noche de su decimoctavo cumpleaños marcó un punto de no retorno. Durante la cena, su padre, molesto por un leve encorvamiento en su espalda al tomar los palillos, la humilló frente a toda la mesa. “Si no puedes mantener la postura, ¿cómo podrás sostener el imperio?”, dijo, mientras los otros hijos fingían no escuchar. Algo en Sayuki se quebró. No gritó. No lloró. Simplemente despertó.
Esa misma noche, mientras el silencio envolvía la mansión, Sayuki se puso su abrigo más oscuro, llenó una mochila con lo esencial —dinero en efectivo, documentos robados, un cuaderno de notas y su máscara de entrenamiento— y caminó descalza por los pasillos de mármol hacia los jardines laterales. Cada metro estaba vigilado por cámaras y sensores, pero Sayuki había memorizado los patrones de movimiento desde los 13 años. Saltó la verja trasera y se perdió entre los cerezos secos del invierno.
Caminó durante horas por autopistas olvidadas. Con la piel helada y el corazón ardiendo, llegó a una gasolinera de carretera, donde un grupo de jóvenes descansaba junto a sus motocicletas. Vestida con una capa negra, la capucha cubriéndole el rostro, y la mochila colgando como si llevara dentro su alma entera, Sayuki atrajo sus miradas de inmediato. No dijo nada. Simplemente pidió agua.
Uno de ellos, curioso, le preguntó su nombre. Ella no respondió. Pero en un descuido, su máscara cayó, dejando al descubierto su rostro. El silencio se hizo espeso. La reconocieron al instante. Era la chica de los periódicos, la heredera maldita del clan Fujimura. Un mito con ojos tristes.
En lugar de delatarla, los jóvenes la escucharon. Por primera vez en su vida, Sayuki habló desde la verdad. Sin protocolos, sin filtro. Les explicó lo básico: quería huir, vivir, ser libre. Quería escribir sin permiso. Respirar sin vigilancia. Quería ser humana.
Uno de ellos —Kaoru, un hacker aficionado— le ofreció algo impensable: un pasaje falso hacia los Estados Unidos, hacia una ciudad pequeña del interior llamada Rockfield, donde nadie la reconocería, donde nadie la perseguiría, donde podía empezar de nuevo.
Y sin pensarlo más, Sayuki aceptó.
Montó en una motocicleta oxidada, con el ruido del motor ahogando sus dudas, y partió hacia un nuevo mundo. No sabía si encontraría la libertad. No sabía si estaba escapando o naciendo. Pero sí sabía una cosa: nunca más sería propiedad de nadie.