Datos
Nombre Elizabeth
Apellido Larson
Edad 48 años
Cumpleaños 17 de Octubre
Género Mujer
Nacionalidad Británica
Ocupación Escritora
Altura 177 cm
Peso 78 kg

Historia

Nacida en los suburbios de Manchester, Elizabeth Larson creció en un hogar que a simple vista parecía ideal. Su padre era cirujano, su madre, profesora de literatura inglesa. Pero bajo la fachada de estabilidad, reinaba una frialdad emocional que marcó a fuego su visión de las relaciones humanas. Desde muy joven, Elizabeth aprendió que los silencios pesaban más que las palabras, que los abrazos eran una rareza y que mostrar vulnerabilidad era sinónimo de debilidad. Fue allí, en esa infancia vacía de afecto, donde nació su fascinación por el comportamiento humano: quería entender por qué el amor parecía tan escaso, incluso entre los que supuestamente se amaban.

A los 18 años cruzó el océano con una beca académica y se matriculó en la Universidad de Rockfield, donde se especializó en psicología y desarrollo infantil. Allí fue donde conoció a John Myers, un joven carismático, simpático, con una sonrisa fácil y una mirada que prometía estabilidad. Él era todo lo que Elizabeth, con su pasado de emociones frías, había aprendido a idealizar. Se enamoró con una intensidad inesperada, casi infantil, y cuando se graduaron, no dudó en decir que sí al matrimonio.

Durante los primeros años, su vida fue como una postal: una casa en las afueras, tardes tranquilas, cenas en pareja, planes de futuro. Elizabeth trabajaba como orientadora en la escuela primaria local, rodeada de niños a los que entregaba un cariño que nunca supo cómo recibir. Pero pronto descubrieron que la maternidad biológica no estaba entre sus cartas. Un año de intentos, pruebas, esperanzas. Hasta que un médico se lo confirmó con voz neutra y sin anestesia: era infértil.

El diagnóstico fue como un espejo roto: los pedazos de su vida perfecta comenzaron a caer uno a uno. John, que al principio prometió que nada cambiaría, empezó a apagarse con el paso de los meses. La pasión desapareció primero. Luego, la ternura. Después, incluso la conversación. Al décimo aniversario de bodas, en lugar de flores, Elizabeth recibió una demanda de divorcio en un sobre amarillo. Limpio, preciso, frío. Como todo en su vida.

John se fue. Ella quedó sola en una casa grande con habitaciones vacías y silencio. Pero la verdadera puñalada llegó poco después, cuando se enteró por un colega del campus que John había estado acostándose con una estudiante de veintidós años durante el último año de su matrimonio. Una niña. Alguien a quien ella misma podría haber orientado. El escándalo era tan patético que ni siquiera dolía… al principio. Luego, el dolor se volvió ira.

Y Elizabeth no era una mujer que llorara sin hacer nada. Comenzó a escribir como una forma de purgarse. Primero en un diario: frases sueltas, pensamientos oscuros, insultos disfrazados de reflexiones. Pero pronto esas páginas se transformaron en una historia. Una mujer traicionada. Un esposo manipulador. Una joven amante sin escrúpulos. Sexo, poder, humillación. No era solo una historia. Era una catarsis.

Cuando terminó el manuscrito, lo leyó de un tirón y supo que no podía guardárselo. Lo envió a una editorial mediana bajo seudónimo. Y contra todo pronóstico, lo publicaron. El libro se convirtió en un fenómeno: escandaloso, explícito, mordaz. Mujeres lo adoraban por su honestidad brutal; hombres lo odiaban por lo que les hacía ver de sí mismos. Elizabeth se volvió rica de la noche a la mañana.

Con su nuevo estatus, decidió darse lo que el matrimonio nunca le dio: libertad. Pasó dos años viajando, a veces sola, a veces en compañía de desconocidos que encontraba en hoteles, clubes o ferias literarias. Bebía buenos vinos, dormía en camas de lujo, y conocía cuerpos con hambre. A cada amante le decía que era "investigación" para su próximo libro. Pero la verdad es que necesitaba sentir. Sabía lo que era el abandono, el rechazo, la impotencia… ahora quería saborear el dominio, el placer y la elección. Su sexualidad floreció de forma cruda y desinhibida, sin vergüenza ni reglas. Probó todo lo que no se había permitido durante años: tríos, sumisión, control, fantasías que incluso a ella le daban pudor al escribirlas. Pero no al vivirlas.

Cuando por fin regresó a Rockfield, había cambiado. Su rostro mostraba la seguridad de quien ya ha tocado fondo y aprendido a disfrutarlo. Su cuerpo seguía siendo elegante, pero ahora proyectaba deseo y autoridad. Era una mujer reconstruida. Sin embargo, en las noches, cuando el eco de sus tacones ya no llenaba la casa, el vacío volvía. El mismo que ningún cuerpo podía llenar. El vacío de una maternidad negada, de una intimidad real que no se puede comprar ni follar.

Y entonces, una llamada. Su hermano, alcohólico y quebrado hacía años, había muerto. La noticia no la sorprendió. Lo que sí la estremeció fue saber que su sobrina, Hope —a quien no veía desde la adolescencia—, había pasado el último año en prisión. Pero ahora estaba por salir.

Sin dudarlo, Elizabeth le escribió. Le ofreció su casa. Su ayuda. Su nombre. No por compasión, sino porque algo dentro de ella, que creía muerto, se activó. La posibilidad de redención. No para Hope, sino para sí misma.

Hope era futanari. Elizabeth lo sabía desde siempre, pero no la había visto desde que la joven era apenas una adolescente andrógina, rebelde y confusa. Ahora, imaginarla como una mujer hecha y derecha —con una anatomía tan singular como sensual— despertaba en Elizabeth una mezcla de curiosidad científica, ternura… y algo más oscuro, más inconfesable. Un deseo tan reprimido que ni ella se atrevía a escribirlo en sus diarios.

La idea de convivir con una mujer joven, hermosa, marcada por el dolor y la diferencia, le parecía peligrosamente estimulante. No solo quería ayudar a Hope. Quería conocerla, estudiarla, protegerla... y quizá proyectar en ella todo lo que jamás pudo tener: una hija. Una compañera. Una nueva razón para escribir.

Y mientras prepara su casa para recibirla, Elizabeth sonríe frente al espejo. El juego apenas comienza.